16 de noviembre.
¿Cuál es el límite entre la locura y la sanidad? ¿Qué es lo que de repente me impulsa a querer ir a casa? En parte es poder hablar con mi vieja, una parte gigante en realidad, la parte esencial. Ver a les niñes, a mi prima, a Cruz. Ver a la demás gente la verdad que no me importa tanto si soy totalmente honesta conmigo misma. Me entra la paja de pensar que voy a estar ahí durante las fiestas, el caretearla con gente con la que no conecto. El sentir que ya estoy en otra sintonía. ¿Será por eso que también tendría que ir?
¿Qué me genera volver? ¿Me da felicidad, ansiedad, incomodidad, ilusión, culpa? Si bien no compraría pasaje de vuelta, porque no sabría bien adónde vuelvo y de ahí qué plan seguiría hasta la India, porque igual sé que me es más económico hacerlo a través de Europa, sé que no me quedaría pasado ese enero. De por sí, no sé bien dónde dormiría, tendría que acomodarme en el futón, y no tendría mi propio espacio. No generaría dinero, aunque podría empezar a crear otras cosas, porque el dinero ya lo tengo. Tengo la plata de la madrina, que por fin apareció. Con la que me es suficiente para pagarme el viaje a la India y el YTT, hasta ahí. Pero la verdad que no necesito más.
Hace rato que vengo pensando en que quizás lo mejor o lo que necesito es ir a casa antes de ir a la India. No sé cuánto me quedaré ahí realmente, y parte de mí siente que cuando vuelva, si vuelvo, voy a ser otra persona.
Sería interesante verme a mí en ese espacio otra vez. Aprendiendo todo lo que aprendí. ¿Cómo me afectaría la ansiedad estando ahí, cómo lidiaría con las discusiones, con las boludeces?
-
16 de diciembre.
Sin intentarlo, vengo a caer en este borrador dejado al pasar. Cuándo un poco me quedaba cómodo escribir y dejar mi suerte de entrada de diario desparramada en este canal. Contra el pronóstico conflictuado de la Maga pasada, me encuentro en casa. Sentada en el banco de la mesa, con un mate, galletitas, el sol entrando por la puerta del patio de atrás, y Cruz mirándome la espalda desde el futón. Ha sido una semana muy agitada. Un mes entero por lo visto también. Terminé comprando el pasaje el 20 de noviembre, unos días calvariosos después de tanta duda. El viaje hasta acá fue largo, pasado casi completamente en vela y con muchos gases acumulados. Llegué a lo de Caro, mi prima, y me anidé en un rinconcito de su cama y dúplex, volviéndome su única habitante durante los días y tardes en los que ella se iba 12 horas a trabajar. Mantenerse en este país, aún sin altas expectativas de lujo, requiere dos trabajos, siete colectivos, y volver con cuerpo cansado a tirarse desnuda frente al ventilador. El verano en capital no es algo que haya extrañado. En estos días pude ver a Teté, me tocó ver a mis tíos, y pude conocer a un par de los amigos de mi prima, de los cuales tanto había oído.
Al cabo de una semana cayó mi hermano y emprendimos el camino a casa. Sin casi darme cuenta empezamos a charlar de los viejos, cosa que creo que siempre terminamos haciendo porque es el hilo conductor, el espacio en común que nos compete a ambos, y que desde tiempos inmemorables vemos como la gran incógnita de nuestra familia. ¿Qué hacen estos dos juntos todavía?
La conversación fue mutando. Yo le conté de mi enojo para con mamá, y lo que también había descubierto de eso. Que había algo que quería charlar con ella, que no era una visita social ni festiva mi vuelta al país, y que era posible que fuera a poner las cosas pata para arriba. Sentía la necesidad de decirle. Ese "yo te avisé" que me salvaba de la culpa de que después todo se fuera al carajo sin yo haberle dicho nada.
Él me termina preguntando si no sentía un enojo hacía papá, si no me pasaba de la misma manera. Yo sin querer ahondar en tema, le dije que no exactamente, que quizás lo que veía era como todo mi enojo lo había terminado girando hacia mamá y como venía a revolver eso un poco también. Frente a este pie, yo le pregunto por él. Por sus emociones para con mamá, en principio, ya que siempre fue algo que a mi me pareció a él le generaba conflicto. Para mi sorpresa me dijo que no, que no sentía ninguna bronca hacia ella, pero que lo que sí sentía, era un rechazo hacia nuestro viejo. Y ahí me abrió una puerta, que yo no quise manotear, pero que al cabo de algunos minutos y de otras charlas terminó acercándose otra vez cuando él me pregunta qué era lo que yo tenía que hablar con mamá. Después de decirle que quizás no era el lugar o el momento, él me termina preguntando de nuevo, y yo termino por contárselo.
Empecé por el comienzo. Todo el proceso. Mis vínculos, mi dolor, mi búsqueda de psicóloga y todo lo que fui descubriendo después. La combinación de terapia con espiritualidad. Como me permito sentir mi cuerpo; todas las sensaciones, las emociones. Como eventualmente esto me guía hasta los descubrimientos traumáticos que había estado tapando y reprimiendo desde hacia años. Priorizar la historia y su fluir ininterrumpido hace que durante una parte del relato mis brazos se empiecen a tensar y las manos se me agarroten. Le muestro el efecto que produce en mi cuerpo querer mantener el control, y acto seguido me dejo sentir. Me desarmo en el asiento del copiloto. Sintiendo revivir una vez más ese día de julio en mi cabaña y, calculo también, un momento X en mi niñez o adolescencia en el que ese dolor decide hacerse callo como única solución de supervivencia.
Mi hermano nunca fue muy de mostrar mucha emoción. Y estas tres o cuatro horas de viaje no fueron la excepción. Aunque puedo reconocer, por las habilidades de percepción que han ido creciendo y desarrollándose en mí, que esto no es fácil. Que le pesa el corazón. Que le hace mella. De a poquito, y sin esperárselo, algo se empieza a abrir, porque como no abrirse. La historia lo afecta en la base, en lo constitutivo, y a su vez, en lo compartido. No se lo imaginaba, pero a la vez, siento que hay algo que no es una sorpresa. No hay incredulidad, si bien hay pausas de recalibración. Le miro la cara mientras maneja, con los lentes de sol, la vista fija en la ruta. Le veo las ojeras, el cansancio en las expresiones faciales, las canas en el pelo. Los pelos blancos le aparecieron ya hace unos años. Cumplió 40 este año, pero me atrevería a decir que los reflejos naturales lo acompañan desde hace ya una década. No le puedo ver los ojos. Nunca se saca los lentes, ni si quiera cuando paramos al almorzar y nos sentamos en un banco de madera, frente a frente. Elijo no presionarlo y no pido que se los saque tampoco. A través del plástico negro puedo ver aun así, una mirada inquieta, suave, triste y evasiva. No veo lágrimas, pero puedo sentir el agua juntándose y muriéndose ahí. No se les permite el escape.
Le pregunto cómo se siente. Le pido disculpas por toda la información. Le digo, que nunca planeé que esto surgiera así, pero por dentro me siento tranquila. Sé que tenía que pasar así. Es como nos abrimos y conectamos los dos. Después de tantos años, cerrando la brecha. Comemos medio en silencio, medio absortos en conversación. Yo le sigo hablando de cosas, nada de piletas.
Cuando volvemos al auto retomo lo que venía contando y me voy un poco más allá. En mi discurso sobre lo que busco de la situación, y la manera en la que elijo abordarla, le termino hablando de terapia, del sufrimiento, de la somatización, de los traumas, de las emociones, de los patrones, de la espiritualidad, de Ram Dass, del yoga, del mundo, de Dios. "Si en algún momento te parece que me estoy yendo mucho a la mierda, avisame", le digo. Ya es una frase hecha para mí, aunque no menos sentida. Sé que no todes están listxs para tanta información. Y mientras que el abrirme implica la sensación propia de que puedo compartirla, ese disclaimer me brinda la tranquilidad de que si la otra persona no está entendiendo absolutamente nada, me lo va a hacer saber. Espero.
Cuando llegamos a casa ya eran casi las 5 de la tarde. La sorpresa a mi madre se vió retrasada de momento, ya que ella estaba en teatro, o canto, o baile, ahora no recuerdo, pero en una de sus varias actividades, pues es una mujer muy activa. Desde siempre, pero más ahora. Está dejando aflorar su lado artístico, y sus pasatiempos ya varían del gym, la caminata y la actividad física que predominaba hace unos años, y eso me encanta. Terminé quedándome un par de horas jugando con mi sobrina-ahijada mientras que su papá se fue a dormir una siesta. Cerca de las 7, apareció mi mamá.
Abrazo y sorpresa. Yo la aprieto fuerte y hago todo lo que puedo por trasmitirle mi calor. Ella llora, mientras que mi ahijada nos mira con una sonrisa y hace preguntas: "¿La extrañabas? ¿Por qué llorás? ¿La amás?". Yo me rio. No sabía nada. Nada de nada. Ni se lo imaginaba. Yo le hablo de su intuición y de como pensé que quizás lo había presentido, y pruebo por primera vez lo equivocada que estaba mi propia intuición acá. Llueven preguntas que yo intento esquivar. No quiero mentir, pero no creo que sea el momento. No planeo nada, pero la noto tan feliz que concluyo en que lo mejor es esperar. Charlamos un poquito, de esto de aquello, de nada realmente. Ella quiere que vayamos a una cervecería. Yo le digo que no estoy tomando, pero que bueno, que no importa, que si ella quiere vamos. Quiere que nos saquemos una foto, que se la mandemos a papá. Quiere contar que estoy acá y a mí me inquieta la velocidad del asunto, y cómo todo puede terminar afectando la "cuestión" y cómo la "cuestión" terminará afectando todo lo demás.
Sin ánimos de ponerme a sacar todo, solo saco un par de cosas para mostrarle. Ella se está por meter a bañar antes de que se haga más tarde para salir. Le muestro mis piedras, mis cuadernos y mis cartas de tarot. Creo que ya desde ahí me dice que quiere que se lo haga a ella también, y ya no recuerdo cómo, nos ponemos a hablar de ese tiempo cuando yo estaba en Portugal a mediados de marzo, y que después de una discusión acalorada, yo me termino enojando y le dejo de hablar por unas semanas. Para mí, fue un antes y un después. Un poner límites que venía necesitando en mi vida y que ví con más necesidad y claridad a partir de la relación que se fue generando con Sally, la señora casi octogenaria a la que habíamos ido a ayudar. Para ella, había sido una situación incomprendida, nunca reflexionó acerca del por qué, de lo que habíamos hablado, o incluso de lo que yo le termino explicando después.
Le intento proveer claridad, volviendo al tema que ya mencione en varias oportunidades, incluso en video llamadas que habíamos tenido desde entonces. Le vuelvo a hablar de no sentirme escuchada, de un bloqueo en la garganta, de la falta de comprensión. Ella se pone en posición de defensa y me cuesta expresarme. Puedo sentir los nervios subir y alcanzar mi pecho. Mi corazón palpita agitado. Y fuerte. Siento la necesidad de mostrárselo, que lo sienta. Esto no la tranquiliza mucho, y me transmite su preocupación, que por qué me pongo así, por qué tanto. Y ahí lo siento venir. Le digo que hay una razón. Que hay cosas que yo no supe decirle, de las cuales tampoco tenía idea hasta hace unos meses, que hay cosas que me callé, que no supe clasificar, entender, ni exteriorizar.
Contrario a todo lo que yo me había preparado para la conversación, cómo quería preparar el terreno o la carta que planeaba darle, me lo terminó sacando ella a tirabuzón.
"¿Qué cosas no me pudiste decir?", me pregunta. "Ay Magalí, ¿qué cosas no me pudiste decir?"
No comments:
Post a Comment
Shout out